Un pobre viejo de mar espera.
Se sentaba toda las tardes a contemplar las ultimas
olas del ocaso. Emergían vigorosas, como el latir de un corazón en un pecho de
veinte años. Los golpes contra las rocas dibujaban una neblina salada. Una tela
húmeda y fina que se deshacía en segundos. Su mirada anciana se clavaba en el
vaivén incesante del agua. Un abanico, pensó, como los que llevaba Rosario a la
feria de Córdoba. Sobre el bordado del abanico dos ojos penetrantes y andaluces
hablaban con Manuel. Sus palabras, pestañeadas con sensualidad, le invitaban a
bailar y era entonces cuando ambos se hacían un remolino. Desbordados se amaban
por bulerías toda la noche. Qué lejos queda la casita de Córdoba de la costa gallega.
Manuel se levantó de la silla de mimbre para quitar el
cocido del fuego. Apartó la olla que borboteaba nerviosa y se sirvió un cuenco.
El humillo le empañó sus gruesas gafas de lejos. O de cerca. En aquel
Finisterre gris y espeso no era capaz de distinguir qué debía ser nítido. De
todas formas, no le importaba: el mar es inestable y es lo único que él se
dedica a mirar. Qué más le daba cómo fueran los contornos del mundo si vivía en
el límite más difuso de España. Tan lejos de su Córdoba chica.
Volvió a sentarse en la silla. En el suelo estaba
plasmado el arrastre de unas botas negras: siempre de la encimera a la silla.
Ida y vuelta. Manuel no era mucho de largos caminos, prefería el cómodo regazo
de la monotonía. De su Rosario y el olor a pan a las siete de la mañana. A
través de la ventana divisó un barco que navegaba despacio, casi camuflado por
la bruma. Se preguntó por el destino del navío y sus pasajeros. Los barcos
pasaban diariamente por la vera de su casa. Sacudían un poco el oleaje y se
marchaban. Manuel llegó a contar hasta
siete barcos un día de verano: cuatro por la mañana y tres por la noche, pero
ninguno atracó en sus tierras. Nadie desembarca en un puerto sin faro, pensó
mientras se agachaba. Sacó un cigarro del dobladillo de su pantalón y lo encendió.
Fue lo único que iluminó la estancia y, aunque la llama era tenue, dibujó la
sombra de un hombre encogido y deformado. Se asustó de sí mismo. Una figura
alargada y densa crecía a su lado. Cómo se había convertido en ese hombre
deshecho y sin luz. Dónde había enterrado al héroe de guerra que no regresó a
Córdoba. Dios mío, Dios suyo, ¿Quién era ese hombre del cabo? Solo él se
atrevió a aterrizar en un puerto sin faro.
Aterrorizado se irguió a la vez que su sombra. Repasó
el sendero que le llevaba a la cocina y de un trinchero sacó una linterna.
Apretó el botón mientras sentía la acusada presión de su compañera en la nuca.
Dirigió la luz a sus pies para mutilarla, mas, aún sin piernas, se mantenía erguida.
Manuel apuntó en todas direcciones, sobre todo a las esquinas, despertando a
las arañas. Pero el hombre deshecho siempre resucitaba tras la luz.
Manuel volvió a sentarse presto en la silla, aplastó
el cigarro y apagó la linterna. La penumbra de la playa invadió de nuevo el
salón y su gris perla neutralizó cualquier sombra germinal. Qué miedo, Rosario
de mi alma. Qué ha sido de mí sin ti, Rosario del alma mía.
—Rosario de mi alma —pronunció en voz alta.
Ante la vibración de su nombre Manuel se estremeció. Se
llevó los dedos a los labios para acariciar el nombre de Rosario y, muy bajito,
lo repitió de nuevo, deteniéndose en sus sílabas y acentos. Sus «Rosario» se
fragmentaban y huían de su voz, temerosos de ese hombre maltrecho desconocido. Al
compás de su plañido crujían el techo de madera que separa al hombre del cielo.
Un viento helado se filtró por el marco de la ventana
y le encauzó la cabeza hacia el mar. El barco casi había desaparecido del paisaje
encuadrado. La popa huía por el margen derecho y tan solo la herida del mar
rasgado atestiguaba su travesía. Maldita tierra sin faro. Dichosa la Córdoba
iluminada que solo proyectaba hombres firmes.
Maldito viejo de mar muerto.
Gema Ruiz Naranjo