viernes, 18 de septiembre de 2015

Ánimas


Un pobre viejo de mar espera.

Se sentaba toda las tardes a contemplar las ultimas olas del ocaso. Emergían vigorosas, como el latir de un corazón en un pecho de veinte años. Los golpes contra las rocas dibujaban una neblina salada. Una tela húmeda y fina que se deshacía en segundos. Su mirada anciana se clavaba en el vaivén incesante del agua. Un abanico, pensó, como los que llevaba Rosario a la feria de Córdoba. Sobre el bordado del abanico dos ojos penetrantes y andaluces hablaban con Manuel. Sus palabras, pestañeadas con sensualidad, le invitaban a bailar y era entonces cuando ambos se hacían un remolino. Desbordados se amaban por bulerías toda la noche. Qué lejos queda la casita de Córdoba de la costa gallega.

Manuel se levantó de la silla de mimbre para quitar el cocido del fuego. Apartó la olla que borboteaba nerviosa y se sirvió un cuenco. El humillo le empañó sus gruesas gafas de lejos. O de cerca. En aquel Finisterre gris y espeso no era capaz de distinguir qué debía ser nítido. De todas formas, no le importaba: el mar es inestable y es lo único que él se dedica a mirar. Qué más le daba cómo fueran los contornos del mundo si vivía en el límite más difuso de España. Tan lejos de su Córdoba chica.

Volvió a sentarse en la silla. En el suelo estaba plasmado el arrastre de unas botas negras: siempre de la encimera a la silla. Ida y vuelta. Manuel no era mucho de largos caminos, prefería el cómodo regazo de la monotonía. De su Rosario y el olor a pan a las siete de la mañana. A través de la ventana divisó un barco que navegaba despacio, casi camuflado por la bruma. Se preguntó por el destino del navío y sus pasajeros. Los barcos pasaban diariamente por la vera de su casa. Sacudían un poco el oleaje y se marchaban.  Manuel llegó a contar hasta siete barcos un día de verano: cuatro por la mañana y tres por la noche, pero ninguno atracó en sus tierras. Nadie desembarca en un puerto sin faro, pensó mientras se agachaba. Sacó un cigarro del dobladillo de su pantalón y lo encendió. Fue lo único que iluminó la estancia y, aunque la llama era tenue, dibujó la sombra de un hombre encogido y deformado. Se asustó de sí mismo. Una figura alargada y densa crecía a su lado. Cómo se había convertido en ese hombre deshecho y sin luz. Dónde había enterrado al héroe de guerra que no regresó a Córdoba. Dios mío, Dios suyo, ¿Quién era ese hombre del cabo? Solo él se atrevió a aterrizar en un puerto sin faro.

Aterrorizado se irguió a la vez que su sombra. Repasó el sendero que le llevaba a la cocina y de un trinchero sacó una linterna. Apretó el botón mientras sentía la acusada presión de su compañera en la nuca. Dirigió la luz a sus pies para mutilarla, mas, aún sin piernas, se mantenía erguida. Manuel apuntó en todas direcciones, sobre todo a las esquinas, despertando a las arañas. Pero el hombre deshecho siempre resucitaba tras la luz.

Manuel volvió a sentarse presto en la silla, aplastó el cigarro y apagó la linterna. La penumbra de la playa invadió de nuevo el salón y su gris perla neutralizó cualquier sombra germinal. Qué miedo, Rosario de mi alma. Qué ha sido de mí sin ti, Rosario del alma mía.

—Rosario de mi alma —pronunció en voz alta.

Ante la vibración de su nombre Manuel se estremeció. Se llevó los dedos a los labios para acariciar el nombre de Rosario y, muy bajito, lo repitió de nuevo, deteniéndose en sus sílabas y acentos. Sus «Rosario» se fragmentaban y huían de su voz, temerosos de ese hombre maltrecho desconocido. Al compás de su plañido crujían el techo de madera que separa al hombre del cielo.

Un viento helado se filtró por el marco de la ventana y le encauzó la cabeza hacia el mar. El barco casi había desaparecido del paisaje encuadrado. La popa huía por el margen derecho y tan solo la herida del mar rasgado atestiguaba su travesía. Maldita tierra sin faro. Dichosa la Córdoba iluminada que solo proyectaba hombres firmes.

Maldito viejo de mar muerto.

Gema Ruiz Naranjo